Un capítulo macabro de la historia oculta de Canadá ocupa todos los titulares después de que un georradar localizara los cuerpos de 215 niños indígenas en una fosa común sin registrar ubicada en el terreno del que fuera el antiguo internado indio de Kamloops.
Al igual que otros 150 000 niños indígenas que fueron arrancados de sus familias y comunidades y recluidos en internados, estos 215 niños, algunos de tan solo tres años, cuyos cadáveres fueron encontrados en Tk’emlúps, formaron parte de un gran programa colonial diseñado para despojar a las naciones indígenas de su historia y su cultura, y anular su futuro. Para lograrlo, Canadá puso en marcha un sistema con el que pretendía «matar al indio dentro del niño».
Este sistema a menudo aniquilaba al niño.
Si bien actualmente no tenemos prueba alguna que nos ayude a determinar la causa de muerte de cada niño, sí sabemos que fueron muertes políticas: esos niños eran «los desaparecidos».
Los proyectos de gestión de las poblaciones coloniales
Este espeluznante descubrimiento en Tk’emlúps nos trae a la memoria un enorme proyecto de asimilación agresiva.
Las escuelas residenciales indias eran centros para fomentar la violencia dirigida por el Estado contra los pueblos indígenas. En estas escuelas se desposeía a los niños, herederos de las naciones indígenas, de su indianidad.
Las vidas indígenas se hacían pedazos, se esterilizaban por completo para borrar cualquier huella heredada de sus padres y ancestros. Y se les reempaquetaba en cuerpos canadienses.
El despiadado plan del Estado canadiense para crear nación recurrió a la infraestructura ya existente y establecida por las prominentes iglesias cristianas. Las iglesias estuvieron implicadas en los programas de gestión de la población casi desde el mismo momento en que se produjo el primer contacto entre las coronas europeas y las naciones indígenas. La Iglesia católica, que gestionó en torno al 60 % de estas escuelas, participó con determinación.
Como si de una fábrica con una desarrollada cadena de producción se tratase, el Estado hizo un muy buen uso de la extensa red eclesiástica para coordinar la extracción de la materia prima: esos niños indígenas.
Sin embargo, el hallazgo de esta especie de vertedero de niños –sin registrar y oculto en los terrenos del internado indio Kamloops– nos revela que esa regulación de la vida indígena abarcaba la muerte.
La política de la muerte y el llanto
Un hecho que muchos indígenas tienen claro es que tanto lo positivo como lo negativo de sus vida está atravesado por el prisma colonial. Con el paso del tiempo, percibimos que es el dedo de la historia el que presiona la balanza.
Lo que a menudo se pasa por alto es cómo esa desigualdad en vida se prolonga hasta la muerte.
Al igual que la vida, el cómo se llora y recuerda el fallecimiento de los indígenas ha sido también objeto del control político. El Estado canadiense, mano a mano con las iglesias, ha dado por sentada unilateralmente y durante mucho tiempo su soberanía sobre la muerte y el duelo indígenas.
En ningún sitio se hace más palpable que en la atrocidad de Tk’emlúps, que lo ha agudizado para muchas naciones indígenas, ya que vemos que la Iglesia católica no solo negó a estos niños la capacidad de vivir su vida y escoger su final, sino que también negó a sus comunidades el control sobre sus muertes.
En Tk’emlúps, fue la Iglesia católica la que decidió que esas vidas y esas muertes no eran dignas de ser conocidas, recordadas y conmemoradas.
Uno de los actos más malvados perpetrados por la Iglesia católica en Tk’emlúps fue lograr que los niños fueran deliberadamente olvidados: se les omitió en los registros oficiales.
La certificación documentada de una muerte puede parecer un procedimiento técnico y frío, pero para algunos es fundamental para rememorar. Es solo una manera de confirmar una defunción y permitir que los muertos sigan presentes para los vivos. Ese angustioso vacío que persiste es lo que la investigadora Pauline Boss llamó «pérdida ambigua», «una pérdida que sigue sin resultar clara porque no existe ningún documento que certifique la muerte ni ninguna verificación oficial de la pérdida: no hay resolución, no hay un cierre».
Podríamos interpretar que el recuerdo de la persona y la presencia de sus restos mortales son dos cuestiones separadas, pero lo cierto es que en muchas culturas ambas cosas están íntimamente conectadas.
Igual que en el catolicismo, en muchos rituales y ceremonias indígenas el cuerpo material desempeña un papel central para la permanencia social de los difuntos. Matthew Engelke, estudioso de la antropología de la muerte, dice:
Conmemorar a los muertos implica muchísimo más que recordarles. Exige un firme compromiso con todo aquello que los espíritus y los ancestros desean: un buen entierro, una jarra de cerveza, un banquete, dinero, la colocación de una lápida, la sangre de un reno, la sangre de la familia.
La verdad sobre «los desaparecidos»
La verdad sobre la masacre de Tk’emlúps pasó totalmente desapercibida durante la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). Las semanas previas a la CVR, celebrada en 2008, la Iglesia católica se enfrentó a acusaciones relacionadas con una fosa común en Kamloops. Por aquel entonces, la Iglesia negó tener constancia de ello.
Hasta que hace muy poco se localizaron los restos, la Iglesia católica se conformó, y contentó, con dar por «desaparecidos» a 215 niños.
«Los desaparecidos», aquellos niños eliminados en secreto, dejaron tras de sí un duelo extraordinario. Sus familias y comunidades quedaron sumidas en un llanto inconsolable de por vida: nunca supieron si sus seres queridos seguían vivos o estaban muertos, y de estarlo, desconocían por completo dónde descansaban sus restos.
Se trataba de vidas abandonas a la muerte sin que los vivos tuvieran oportunidad alguna de intervenir.
Ahora que los cuerpos han sido localizados, las familias, sus comunidades y las naciones indias ya pueden empezar a pensar en la custodia de los restos, guardar luto y rememorar a los ausentes. Todo eso ya depende de ellos y del apoyo y los recursos que se les brinde.